Pedorrero

Esta era una pareja que llevaba varios años de feliz matrimonio. La única fricción era la costumbre del marido de tirarse un sonoro pedo cada mañana al despertarse. El ruido despertaba a la señora y la hediondez la hacía toser descontroladamente. Todas las veces ella le suplicaba dejara de hacerlo pues le descomponía el ánimo por varias horas, pero él seguía lanzándolos igual. Su argumento era que él no podía evitarlo y que además era algo de lo más natural. Ella siempre le sugería que fuera a ver un doctor, pues pensaba que algún día se le iban a salir las tripas.

Entonces, en la mañana del Día de Acción de Gracias, ella se levantó muy temprano a preparar el pavo mientras él seguía durmiendo profundamente. Cuando terminaba de aderezarlo, echó una mirada al cesto donde había puesto todos los desechos del animal, y una idea maliciosa se le vino a la cabeza. Tomó el recipiente, y subió sigilosamente al cuarto. Con mucho cuidado echó las sábanas para atrás, le bajó los calzoncillos, y puso entre sus piernas los intestinos, páncreas y demás menudos del pavo. Volvió a taparlo y después de un rato escuchó el habitual estruendoso pedo del marido, seguido por gritos despavoridos y pasos frenéticos hacia el baño.

La mujer no podía parar de reírse. Después de tantos años de sufrimiento había logrado desquitarse en forma tan magnífica. Al rato, y todavía aguantando la risa, vio a su marido bajar con los calzoncillos todos manchados y con una expresión de horror en su rostro. Mordiéndose los labios, ella le preguntó que era lo que pasaba y con lágrimas en los ojos, él respondió:

– Cariño, tenías razón, todos estos años estuviste advirtiéndome y yo sin hacerte caso…

– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella-

– Bueno, tú siempre dijiste que algún día se me saldrían las tripas de tanto tirarme pedos y finalmente ocurrió… ¡pero gracias a Dios y un poco de vaselina, pude poner todo de vuelta en su lugar!

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