Eran dos vecinos. El primer vecino le compró un conejo a sus hijos.
Los hijos del otro vecino, le pidieron una mascota al padre. El hombre compró un cachorro de pastor alemán.
Diálogo entre los dos vecinos:
– Pero él comerá a mi conejo!
– De ninguna manera. Piensa, mi pastor es cachorro.
Crecerán juntos, serán amigos. Entiendo de animales. No habrá problemas.
Y, parece que el dueño del perro tenía razón. Juntos crecieron y amigos se tornaron. Era normal ver el conejo en el patio del perro y al revés.
Los niños, felices con la armonía entre los dos animales.
Un día, el dueño del conejo fue a pasar un fin de semana en la playa con su familia y el conejo se quedó solo. Eso era un viernes.
El domingo, a la tardecita, el dueño del perro y su familia tomaban una merienda, cuando entra el pastor alemán a la cocina. Traía el conejo entre los dientes, todo inmundo, rebentado, sucio de sangre y tierra, muerto.
Casi mataron al perro de tanto agredirlo. Decía el hombre:
– El vecino tenía razón, ¿y ahora?
La primer reacción fue agredir al perro, echar el animal, para ver si el aprendía un mínimo de civilidad.
– ¡Sólo podía dar en eso!
Algunas horas más y los vecinos iban a llegar.
– ¿Y ahora? Todos se miraban.
El perro, pobre, llorando allá afuera, lamiendo sus heridas.
– ¿Ya pensaron como quedarán los niños?
¡No se sabe exactamente de quien fue la idea, pero parecía infalible!
– Vamos a bañar al conejo, dejarlo bien limpito, después lo secamos con el secador y lo ponemos en la casita en su patio.
Como el conejo no estaba muy roto, así lo hicieron.
Hasta perfume le pusieron al animalito. Quedó lindo, parecía vivo, decían las niños. Y allá lo pusieron, con las piernitas cruzadas, como conviene a un conejo durmiendo. Luego después oyen a los vecinos llegar. Notan los gritos de los niños. ¡Lo descubrieron! No se pasaron cinco minutos y el dueño del conejo vino a tocar a la puerta. Blanco, asustado. Parecía que había visto un fantasma.
– ¿Qué pasó? ¿Qué cara es esa?
– El conejo… el conejo…
– ¿El conejo qué? ¿Qué tiene el conejo?
– ¡Murió!
– ¿Murió? ¡Aún hoy por la tarde parecía tan bien!
– ¡Murió el viernes!
– ¿El viernes?
– ¡Fue, antes de que viajáramos, los niños lo enterraron en el fondo del patio!
La historia termina aquí. Lo que ocurrió después no importa. Ni nadie sabe. Pero el gran personaje de esta historia es el perro. Imagine al pobrecito, desde el viernes, buscando en vano por su amigo de infancia.
Después de mucho olfatear, descubre el cuerpo muerto y enterrado.
¿Qué hace él? Probablemente con el corazón partido, desentierra el amigo y va a mostrarle a sus dueños, imaginando poder resucitarlo. El ser humano, continúa juzgando a los otros por la apariencia, aunque tenga que dejar esta apariencia como mejor le convenga.
Otra lección que podemos sacar de esa historia, es que el ser humano tiene la tendencia de juzgar anticipadamente los acontecimientos sin antes verificar lo que ocurrió realmente. Cuantas veces sacamos conclusiones equivocadas de las situaciones y nos creemos dueños de la verdad?
Esto es para pensar bien en las actitudes que tomamos…y pensar antes, pues puede ser demasiado tarde.